Comparto con nuestros lectores:
RESPONSABILIDAD DE LOS BANCOS POR SUSTRACCION EN LAS CUENTAS:
EL CONTRATO DE DEPÓSITO.
“CONSIDERACIONES[1]
- El fundamento de la responsabilidad civil de los establecimientos bancarios.
En las economías de libre mercado, los establecimientos bancarios desempeñan un rol de intermediación financiera entre ofertantes y demandantes de recursos. Los bancos captan el dinero de los ahorradores, obligándose a restituirlo posteriormente, junto con la rentabilidad pactada; entretanto, esos fondos pueden ser utilizados por la entidad financiera, de manera autónoma, pero regulada, para la provisión de operaciones activas de crédito.
La referida labor de administración del ahorro del público tiene gran relevancia social, lo que explica que, de un lado, el Estado regule y vigile la actividad bancaria, y de otro, que se le exija a quienes la ejercen un profesionalismo, probidad y diligencia muy superiores a los estándares ordinarios. Así lo tiene decantado la reiterada jurisprudencia de la Sala, que sobre el particular ha reconocido que
«(…) siendo la bancaria y la de intermediación financiera, actividades en las que (…) existe un interés público y son realizadas por expertos que asumen un deber de custodia de dineros ajenos, siéndole exigibles, según lo previsto por el Estatuto Orgánico del Sistema Financiero (Decreto 663 de 1993) y las Circulares Básica Contable y Financiera (100 de 1995) y Básica Jurídica (007 de 1996) unos altos y especiales cargas o cumplimiento de estándares de seguridad, diligencia, implementación de mecanismos de control y verificación de las transacciones e incluso de seguridad de la confiabilidad de la información y preservación de la confiabilidad, es natural que la asunción de tales riesgos no les corresponda a los clientes que han encomendado el cuidado de parte de su patrimonio a tales profesionales, de ahí que sea ellos quienes deban asumir las consecuencias derivadas de la materialización de esos riesgos.
En ese orden de ideas, “a la hora de apreciar la conducta de uno de tales establecimientos -ha dicho la Corte- es necesario tener presente que se trata de un comerciante experto en la intermediación financiera, como que es su oficio, que maneja recursos ajenos con fines lucrativos y en el que se encuentra depositada la confianza colectiva” (CSJ SC-076, 3 ago. 2004, Rad. 7447) y por tales razones se le exige “obrar de manera cuidadosa, diligente y oportuna en ejercicio de sus conocimientos profesionales y especializados en materia bancaria” para impedir que sean quebrantados los derechos patrimoniales de titulares de las cuentas de ahorros y corrientes de cuya apertura y manejo se encarga (CSJ SC, 3 feb. 2009, Rad. 2003-00282-01). De todo lo anterior deriva, necesariamente que en la materia impera un modelo particular de responsabilidad profesional del banco» (CSJ SC, 15 dic. 2006, rad. 2002-00025-01).
Más recientemente, esta Corporación indicó:
«Según se desprende del artículo 335 de la Constitución Política, la actividad bancaria constituye un servicio público, pues siendo esencial para el desarrollo económico, reviste interés general, en la medida en que se halla dirigida, fundamentalmente, a la captación de recursos provenientes del público, a su aprovechamiento e inversión y está supeditada a la autorización, intervención y vigilancia del Estado. Por ello, las entidades financieras que desempeñan dicha labor, así como gozan de algunas prerrogativas propias de su ejercicio y una posición de supremacía frente al usuario, también adquieren ciertas obligaciones para con éste, debido al alto riesgo social que esa actividad conlleva. (…) Debido a las operaciones desplegadas inherentes a su objeto social, particularmente concernientes a la administración del ahorro del público, se enfatiza, las entidades bancarias, como profesionales del sector económico, tienen una carga especial de diligencia y prudencia tendientes a evitar daños suyos, a los ahorradores y a la comunidad. Cuando tales instituciones desatienden sus deberes de diligencia y cuidado, comprometen su responsabilidad (…).
El profesionalismo, continuidad, trascendente función social y provecho pecuniario, entre otras características de la actividad bancaria, permiten suponer, no solo que cuentan con un conocimiento especializado, idoneidad y experiencia, sino que por el riesgo, de suyo creado con su ejercicio y la confianza pública generada, tienen diseñados y puestos en práctica procedimientos pertinentes y suficientes para garantizar la prevención, el control y la seguridad de las operaciones propias de su labor. Es por ello que a la hora de juzgar el cumplimiento de sus obligaciones, se impone hacerlo con mayor rigurosidad respecto de cualquier otro comerciante común o de gestión ordinaria, toda vez que la entidad bancaria, como organización empresarial de actividad especializada, debe estar preparada para precaver, evitar o controlar el daño proveniente de su labor» (CSJ SC1230-2018, 25 abr.).
- La responsabilidad civil de las instituciones financieras.
2.1. La captación de recursos del público, fuente principal de financiamiento de los bancos, suele desarrollarse a través de los contratos de depósito (en cuenta corriente, a término y de ahorros) tipificados en el Título XVII del Libro Cuarto del estatuto mercantil; en virtud de esas convenciones, el cliente entrega a la entidad bancaria una suma de dinero, y esta se obliga a custodiarla y a asegurar la disponibilidad de los saldos, de forma permanente o al fenecer un plazo predeterminado, según el caso.
Ahora bien, la jurisprudencia ha reconocido, de manera preponderante, que el incumplimiento de esas prestaciones a cargo del banco compromete su responsabilidad civil, a menos que se pruebe la existencia de una causa extraña, particularmente la denominada “culpa exclusiva de la víctima”:
«[E]ntre las obligaciones que al banco impone el articulo 1382 del Código de Comercio, derivadas del contrato de cuenta corriente, está la de mantener los dineros depositados regularmente para entregarlos en la medida que el cuentacorrentista haga disposición de ellos de acuerdo con las distintas modalidades reconocidas por la ley, por el contrato o por las prácticas bancarias. (…) Ante esos compromisos, el banco debe mantener las precauciones, diligencias y cuidados indispensables para que los actos de movimiento de la cuenta del usuario se alcancen con plena normalidad; por eso, cualquier desviación constituye un factor de desatención del contrato, dado su particular designio. Y lo mismo ocurre tratándose de cuentas de ahorro, porque en ellas el Banco “es responsable por el reembolso de sumas depositadas que haga a persona distinta del titular de la cuenta o de su mandatario” (art. 1398 C. Co.). Claro está, sin desconocer, en ninguno de los dos casos, que la responsabilidad de dicha institución financiera puede atenuarse, moderarse e incluso excluirse en virtud de culpa atribuible al titular de la cuenta» (CSJ SC, 15 dic. 2006, rad. 2002-00025-01).
El aludido régimen especial ha sido justificado acudiendo, principalmente, a la llamada “teoría del riesgo”, planteada inicialmente por Saleilles[1] y luego desarrollada por Josserand[2], que asigna la carga de indemnizar los daños producidos por una actividad potencialmente riesgosa a quien la desarrolla, sin calificar la diligencia de su comportamiento.
Así se señaló en CSJ SC18614-2016, 19 dic.
«Establecía el artículo 191 de la Ley 46 de 1923, que “Todo Banco será responsable a un depositante por el pago que aquél haga de un cheque falso o cuya cantidad se haya aumentado, salvo que dicho depositante no notifique al banco, dentro de un año después de que se le devuelva el comprobante de tal pago, que el cheque así pagado era falso o que la cantidad de él se había aumentado”.
Conforme a esta disposición, la responsabilidad de los bancos por el pago de cheques falsificados o cuyo importe había sido incrementado, era casi absoluta, pues su exoneración estaba supeditada a que el cuentacorrentista dejara pasar el término allí previsto sin darle aviso de la falsedad del título o del incremento de su valor, de modo que el régimen se caracterizaba por ser manifiestamente protector de los clientes.
La jurisprudencia de esta Sala entendió que dicho precepto deducía la responsabilidad del Banco bajo la teoría del riesgo creado (CSJ SC, 9 Dic. 1936, G.J. T. XLIV, 405, reiterada en CSJ SC, 15 Jul. 1938, G. J. T. XLVII, 68, y CSJ SC, 11 Mar. 1943, G. J. T. LV, 48). En el esquema de la mencionada formulación, se prescinde del análisis de la culpa como elemento para atribuir aquella y siendo una manifestación de responsabilidad objetiva, algunos consideran que se basa en la “inobservancia de normas de cautela, antes que en una valoración del actuar de la persona y de sus perfiles subjetivos”[3], de ahí que no se recurra a la culpabilidad como criterio de imputación.
También se ha sostenido que “La teoría del riesgo, impregnada por el valor moral de la solidaridad, parece sobre todo inspirada por la equidad: Por su actividad, el hombre puede procurarse un beneficio (o, al menos, un placer). Es justo (equitativo) que en contrapartida él repare los daños que ella provoca. Ubi emolumentum, ibi onus (ahí donde está la ventaja, debe estar la carga)[4].
Su fundamento, según los autores precitados, resulta “del poder que tenía el responsable de evitar el daño. O para decirlo de otra manera por vía de una expresión a la cual nosotros adherimos y que empleamos usualmente, en su dominio; dominio que él tenía o, al menos, habría debido normalmente tener, de su actividad, así como de los hombres o de las cosas por las que él responde”[5].
Sobre su aplicación a la actividad de los Bancos, esta Corporación sostuvo lo siguiente: “(…) al Banco correspondía soportar las consecuencias derivadas del pago de un cheque falsificado o cuya cantidad se hubiera aumentado, responsabilidad de la cual no se exoneraba ni aún con la prueba de que la falsedad o la adulteración habían encontrado su causa determinante en la conducta negligente de! cuentacorrentista, en la guarda del instrumento. Los perjuicios de dicho cobro indebido eran, pues, de cuenta del Banco girado, siempre que el cliente le hiciera saber oportunamente el hecho fraudulento” (CSJ SC, 9 Sep. 1999, Rad. 5005)».
En contraposición, más recientemente la Corte consideró que:
«Ha sido pródiga la jurisprudencia de esta Corporación al señalar que la profesión bancaria envuelve una actividad riesgosa, motivo por el cual a quienes la ejercen se les exige la diligencia y cuidado necesarios para este tipo de actividades, lo que genera una presunción de culpa en su contra, diciendo al respecto esta Corte que: “Hay una presunción de culpa –dice la Corte- en quien no las satisface (las obligaciones) en el modo y tiempo debidos, porque el incumplimiento es un hecho o una omisión que afecta el derecho ajeno. El deudor puede destruir esa presunción probando que su incumplimiento obedeció a fuerza mayor, o caso fortuito que sobrevino sin culpa (…). Pero la culpa proviene de no obrar con la diligencia o cuidado que la ley gradúa según la naturaleza del contrato (arts. 63 y 1604), resulta que el deudor, para exonerarse de responsabilidad no le basta probar el caso fortuito, sino también que empleó la diligencia, o cuidado debido para hacer posible la ejecución de su obligación” (Cas. 7 junio de 1951, LXIX. 688» (CSJ SC de 7 de abril de 1967).
En relación a esa presunción de culpa en el caso particular de las entidades bancarias apuntó lo siguiente: “…deriva del ejercicio y del beneficio que reporta de su especializada actividad financiera, como así lo tiene definido la jurisprudencia cuando asevera que una entidad crediticia es una empresa comercial que dado el movimiento masivo de operaciones, ‘asume los riegos inherentes a la organización y ejecución del servicio de caja’ (Cas. Civil 24 de octubre de 1994)” (CSJ SC976-2004 del 3 de agosto de 2004, rad. 7447).
Empero, de manera correlativa ha señalado que esa responsabilidad que se predica de las entidades bancarias no puede establecerse con un carácter objetivo, siendo necesario examinar, en cada caso, tanto la conducta de la entidad bancaria como la del girador, para evaluar la eventual concurrencia de causas, sean anteriores, coincidentes, concomitantes, recíprocas o posteriores, pues con ocasión de una eventual concausalidad en la ocurrencia del daño podría llegar a disminuirse la indemnización, o incluso exonerar a la entidad de toda responsabilidad; escrutinio que habrá de realizarse no a partir de la mera confrontación de conductas sino evaluando la causa jurídica del daño para definir en qué medida una u otra fue la determinante en la ocurrencia del hecho dañoso.
En efecto, esta Corporación en relación con la coparticipación en la ocurrencia del daño ha anotado lo siguiente: “(…) para que opere la compensación de culpas de que trata el artículo 2357 del Código civil no basta que la víctima se coloque en posibilidad de concurrir con su actividad a la producción del perjuicio cuyo resarcimiento se persigue, sino que se demuestre que la víctima efectivamente contribuyó con su comportamiento a la producción del daño”, pues el criterio jurisprudencial en torno a dicho fenómeno es que para deducir responsabilidad en tales supuestos ‘la jurisprudencia no ha tomado en cuenta, como causa jurídica del daño, sino la actividad que, entre los concurrentes ha desempeñado un papel preponderante y trascendente en la realización del perjuicio. De lo cual resulta que si, aunque culposo, el hecho de determinado agente fue inocuo para la producción del accidente dañoso, el que no habría ocurrido si no hubiese intervenido el acto imprudente de otro, no se configura el fenómeno de la concurrencia de culpa, que para los efectos de la gradación cuantitativa de la indemnización consagra el artículo 2357 del Código Civil. En la hipótesis indicada solo es responsable, por tanto, la parte que, en últimas, tuvo oportunidad de evitar el daño y sin embargo no lo hizo’ (CLII, 109 –Cas. 17 de abril de 1991)” (CSJ SC de 6 de may. de 1998, exp. 4972)» (CSJ SC1697-2019, 14 may.).
Los precedentes citados tienen un núcleo argumentativo común –la teoría del riesgo–, pero arriban a conclusiones dispares, pues mientras en el primer grupo de providencias se sugiere que la responsabilidad por la que se averigua es objetiva, en la segunda se afirma tajantemente lo contrario, discordancia que hace pertinente que la Corte clarifique su doctrina sobre el punto.
2.2. Con esa finalidad, es pertinente anotar que la teorización tantas veces mencionada no pretendía ser una descripción o reinterpretación del derecho positivo; al contrario, surgió como una crítica propositiva, que buscaba justificar el abandono de la culpa como único fundamento de la responsabilidad en el derecho privado.
En efecto, las codificaciones civiles clásicas, orientadas a regular dinámicas individuales, imputaban a quien con su actuar negligente causara un daño, la carga de resarcir sus consecuencias; pero con el correr de los tiempos, las nuevas tendencias sociales evidenciaron que ese entendimiento abandonaba a su suerte a las víctimas de ciertos eventos, que no podían asignarse subjetivamente a la conducta de un agente determinado.
Para atender esa problemática, surgieron múltiples propuestas de socialización de los riesgos, entre las que se destacó la ya mencionada de Saleilles y Josserand, que –se reitera– no pretendía describir el derecho de daños francés, sino llamar la atención sobre las limitaciones del sistema basado en la culpa para responder a la nueva realidad que se instauró a partir de la revolución industrial. La teoría del riesgo, entonces, emergió como una propuesta de responsabilidad objetiva (por oposición a la subjetiva, por negligencia o por culpa), congruente con un modelo de justicia restaurativa[6], centrada en superar el desequilibrio causado a la víctima como secuela del evento dañoso.
En palabras de Alpa,
«[f]rente al criterio fundado en la culpa, como si fuese una “conquista de la civilización”, los criterios que se remiten a la idea del “riesgo” afloran hacia finales del siglo XIX en la doctrina más sensible a los valores sociales y, en especial, en las obras de los exponentes del socialismo jurídico, en sus dos vertientes, italiana y francesa. Esta evolución toma cuerpo hacia finales del siglo XIX, y se extiende durante las primeras décadas del siglo XX.
Los “responsables del fracaso de la culpa” son quienes elaboran progresivamente las teorías que definen, precisan e integran, la tendencia de la cual emerge una concepción de la responsabilidad totalmente desvinculada del concepto de culpa. La “teoría del riesgo-beneficio”, que es válida para asignar a la empresa aquella carga de daños que la aplicación de las reglas tradicionales dejaría a cargo de las víctimas, es sustituida por la “teoría del riesgo-creado”.
Más amplia y comprehensiva que la precedente, la teoría del riesgo creado permite aplicar criterios de responsabilidad objetiva incluso en los casos en los que, al no haber ejercicio de actividades empresariales, no podría operar la vinculación “riesgo-beneficio-responsabilidad”. Los accidentes que se verifican fuera de las actividades en sentido propio lucrativas son reabsorbidos por la tesis según la cual aquel que emplea fuentes de riesgo debe soportar sus consecuencias negativas»[7].
2.3. Decantado lo anterior, es pertinente llamar la atención en que la teoría del riesgo se ha adaptado al contexto del derecho privado nacional por dos vías principales: (i) como sustento de una interpretación del artículo 2356 del Código Civil, según la cual allí se establecería un supuesto de responsabilidad objetiva; y (ii) como justificación para el régimen, también objetivo, de responsabilidad por el pago de cheques falsos o adulterados.
(i) En cuanto al –complejo– entronque de la plurimencionada proposición doctrinal con la pauta del citado artículo 2356 del estatuto sustantivo civil, que regula en nuestro medio la denominada “responsabilidad por el ejercicio de actividades peligrosas”, debe aludirse al reconocido fallo CSJ SC, 14 mar. 1938, G. J. t. XLVI, pág. 215, en el que se dijo lo siguiente:
«La teoría del riesgo, según la cual al que lo crea se le tiene por responsable, mira principalmente a ciertas actividades por los peligros que implican, inevitablemente anexos a ellas y mira a la dificultad, que suele llegar a la imposibilidad, de levantar las respectivas probanzas los damnificados por los hechos ocurridos en razón o con motivo o con ocasión del ejercicio de esas actividades. Un depósito de sustancias inflamables, una fábrica de explosivos, así como un ferrocarril o un automóvil, por ejemplo, llevan consigo o tienen de suyo extraordinaria peligrosidad, de que generalmente los particulares no pueden escapar con su sola prudencia. De ahí que los daños de esa clase se presuman, en esa teoría, causados por el agente respectivo (…). Y de ahí también que tal agente o autor no se exonere de la indemnización, sea en parte en algunas ocasiones, sea en el todo otras veces, sino en cuanto demuestre caso fortuito, fuerza mayor o intervención de elemento extraño.
A esta situación se ha llegado en algunos países por obra de una labor jurisprudencial ardua en cuyo desenvolvimiento no han dejado de tropezar los juristas, en su camino hacia la humanización del derecho, con la rigidez de los textos legales. Fortuna para el juzgador colombiano es la de hallar en su propio código disposiciones previsivas que sin interpretación forzada o descaminada permiten atender al equilibrio a que se viene aludiendo, o por mejor decir, a la concordancia o ajustamiento que debe haber entre los fallos y la realidad de cada época y de sus hechos y clima.
No es que con esta interpretación se atropelle el concepto informativo de nuestra legislación en general sobre presunción de inocencia, en cuanto aparezca crearse la de negligencia o malicia, sino que simplemente, teniendo en cuenta la diferencia esencial de casos, la Corte reconoce que en las actividades caracterizadas por su peligrosidad, de que es ejemplo el uso y manejo de un automóvil, el hecho dañoso lleva en sí aquellos elementos, a tiempo, que la manera genera de producirse los daños de esta fuente o índole impide dar por provisto al damnificado de los necesarios elementos de la prueba. La máquina, en el estado actual de la civilización, es algo que sencillamente supera al hombre, lo que vale como decir que él debe estar prevenido a este respecto, entre otros fines, con el de no perder el control indispensable sobre ella. Por él comienza la peligrosidad, quien la usa y maneja es el primer candidato como víctima.
(…) Entendido, de la manera aquí expuesta nuestro art. 2356 tantas veces citado, se tiene que el autor de un hecho no le basta alegar que no tuvo culpa ni puede con esta alegación ponerse a esperar que el damnificado se la compruebe, sino que para excepcionar eficazmente ha de destruir la referida presunción demostrando uno al menos de estos factores: caso fortuito, fuerza mayor, intervención de elemento extraño».
Sin embargo, esa vinculación entre el canon 2356 del Código Civil colombiano y la teoría del riesgo no fue admitida de forma unánime en las decisiones posteriores de la Corte, en tanto un sector importante de su jurisprudencia consideró que objetivar la responsabilidad civil derivada del ejercicio de actividades peligrosas no armoniza del todo con la principialística de aquel estatuto sustantivo.
Así, por ejemplo, en el fallo CSJ SC, 19 ago. 1941, G.J. t. LII, pág. 188, se indicó:
«Comoquiera que el Tribunal, en la sentencia que se revisa, acepta que esta Sala ha consagrado en su jurisprudencia la teoría del riesgo creado en el ejercicio de la acción sobre responsabilidad civil extracontractual, conviene por vía de doctrina rectificar lo que de equivocado tiene ese concepto, a efecto de sistematizar con toda claridad el pensamiento de la Corte sobre esta importante materia. Al efecto, en su sentencia de casación de fecha 18 de noviembre de 1940 dijo lo siguiente: “Como en los varios fallos en que la Corte ha estudiado y aplicado la teoría de la culpa, ante la luz de los artículos 2341 y 2356, entre otros los de fechas de 14 de marzo de 1938 (Gaceta Judicial número 1934), 18 de mayo de 1938 (G. J. número 1936), 17 de junio de 1938 (G. J. número 1937), se ha hablado del riesgo, y como pudiera pensarse que la Corte ha admitido esta teoría, es el caso de hacer a este respecto la aclaración correspondiente, como también reiterar su concepto sobre los elementos que dan base y fundamento a la doctrina que ha sentado, en los fallos ya mencionados, y en algunos otros respecto el artículo 2356”.
[La] teoría del riesgo creado (…), llamada también de la responsabilidad objetiva, está fundada en lo siguiente, según lo expresa Ripert, en su obra “La Régle Morale dans les obligations civiles”: Todo perjuicio causado debe ser atribuido a su autor y reparado por él, porque todo problema de responsabilidad civil se reduce a otro de causalidad; por eso cualquier hecho del hombre que cause perjuicio, causa reparación a favor de la víctima.
Según esta teoría desaparece el concepto o la idea de culpa para dar cabida de una manera exclusiva a la idea de causalidad, la cual fundamenta exclusivamente la responsabilidad. De modo que según la teoría que se analiza no puede examinarse si en el perjuicio inferido a la víctima ha mediado la culpa, ni si ésta se presume, pero ni siquiera alegar la fuerza mayor o el caso fortuito. El concepto de exculpabilidad no existe a la luz de esta teoría, porque según ella basta que el hecho se produzca, basta la relación de causalidad para que nazca la responsabilidad.
Aunque Ripert se inclina a esta teoría, es lo cierto que Planiol, Colin y Capitant no la admiten y algunos expositores franceses que en principio parecieron admitirla rectificaron después su concepto y últimamente los tratadistas que se han especializado en el estudio de la culpa como los hermanos Mazzeaud y Henri Lalou la han combatido. La jurisprudencia francesa no ha aceptado tal teoría, y en los países donde el legislador ha consagrado el principio que la informa, lo ha atemperado de una manera muy notoria para evitar que produzca todas sus consecuencias y de ahí las disposiciones del artículo 54 del Código Suizo de las Obligaciones y del 289 del Código Civil Alemán.
Esta Corte tampoco ha aceptado, ni podría aceptar la teoría del riesgo porque no hay texto legal que la consagre ni jurisprudencialmente podría llegarse a ella desde luego que la interpretación del artículo 2356 del Código Civil se opondría a ello. Cuando la Corte ha hablado del riesgo en los fallos ya mencionados no lo ha entendido en el concepto que este vocablo tiene en el sentido de la responsabilidad objetiva, lo cual es claro y obvio si se considera que en tales fallos se ha partido de la doctrina de la presunción de culpabilidad, que por lo ya dicho es opuesta y contraria a la del riesgo creado”. (G.J. número 1965 y. 1966, To. L. a 439)».
Con ciertas variantes, estas dos posturas interpretativas subsisten en el escenario jurídico doméstico, al punto que aún hoy continúa debatiéndose al interior de la Sala si el artículo 2356 del Código Civil consagra un régimen objetivo de responsabilidad, o si, por el contrario, la culpa se mantiene como un elemento por considerar en esos casos, así la misma se presuma[8].
(ii) De otro lado, la Corte se sirvió de la teoría del riesgo para explicar la regla del canon 191 de la Ley 46 de 1923, a cuyo tenor «[t]odo Banco será responsable a un depositante por el pago que aquél haga de un cheque falso o cuya cantidad se haya aumentado, salvo que dicho depositante no notifique al banco, dentro de un año después de que se le devuelva el comprobante de tal pago, que el cheque así pagado era falso o que la cantidad de él se había aumentado».
Sobre este tema, en CSJ SC18614-2016, 19 dic., se expuso:
«Conforme a esta disposición [el citado artículo 191 de la Ley Sobre Instrumentos Negociables, se aclara], la responsabilidad de los bancos por el pago de cheques falsificados o cuyo importe había sido incrementado, era casi absoluta, pues su exoneración estaba supeditada a que el cuentacorrentista dejara pasar el término allí previsto sin darle aviso de la falsedad del título o del incremento de su valor, de modo que el régimen se caracterizaba por ser manifiestamente protector de los clientes.
La jurisprudencia de esta Sala entendió que dicho precepto deducía la responsabilidad del Banco bajo la teoría del riesgo creado (CSJ SC, 9 dic. 1936, G. J. T. XLIV, 405, reiterada en CSJ SC, 15 jul. 1938, G. J. T. XLVII, 68, y CSJ SC, 11 Mar. 1943, G. J. T. LV, 48). En el esquema de la mencionada formulación, se prescinde del análisis de la culpa como elemento para atribuir aquella y siendo una manifestación de responsabilidad objetiva, algunos consideran que se basa en la “inobservancia de normas de cautela, antes que en una valoración del actuar de la persona y de sus perfiles subjetivos” , de ahí que no se recurra a la culpabilidad como criterio de imputación.
También se ha sostenido que “la teoría del riesgo, impregnada por el valor moral de la solidaridad, parece sobre todo inspirada por la equidad: Por su actividad, el hombre puede procurarse un beneficio (o, al menos, un placer). Es justo (equitativo) que en contrapartida él repare los daños que ella provoca. Ubi emolumentum, ibi onus (ahí donde está la ventaja, debe estar la carga)”. Su fundamento, según los autores precitados, resulta “del poder que tenía el responsable de evitar el daño. O para decirlo de otra manera por vía de una expresión a la cual nosotros adherimos y que empleamos usualmente, en su dominio; dominio que él tenía o, al menos, habría debido normalmente tener, de su actividad, así como de los hombres o de las cosas por las que él responde”. Sobre su aplicación a la actividad de los Bancos, esta Corporación sostuvo lo siguiente: “(…) al Banco correspondía soportar las consecuencias derivadas del pago de un cheque falsificado o cuya cantidad se hubiera aumentado, responsabilidad de la cual no se exoneraba ni aún con la prueba de que la falsedad o la adulteración habían encontrado su causa determinante en la conducta negligente del cuentacorrentista, en la guarda del instrumento. Los perjuicios de dicho cobro indebido eran, pues, de cuenta del Banco girado, siempre que el cliente le hiciera saber oportunamente el hecho fraudulento” (CSJ SC, 9 Sep. 1999, Rad. 5005)».
Ahora bien, el Código de Comercio reguló de manera distinta el asunto, pues en su artículo 1391 señaló que «[t]odo Banco es responsable con el cuentacorrentista por el pago que haga de un cheque falso o cuya cantidad se haya alterado, salvo que el cuentacorrentista haya dado lugar a ello por su culpa o la de sus causahabientes, factores o representantes». Pese a ello, continuó entendiéndose que la legislación establecía un supuesto general de responsabilidad objetiva bancaria, sustentado a partir de la doctrina del riesgo profesional:
«(…) El riesgo de los cheques falsificados fue impuesto por la ley a las entidades financieras, quienes, dado el volumen de transacciones que realizan, compensan las pérdidas que los cheques falsificados pueden causar, regla esta que, de acuerdo con las disposiciones recién aludidas, tiene como obvia excepción que la culpa de los hechos recaiga en el cuentacorrentista o en sus dependientes, factores o representantes.
(…) Según esta línea de pensamiento, que hoy en día encuentra visible reflejo en el artículo 1391 del Código de Comercio, se estima que el ejercicio de la banca de depósito se equipara fundamentalmente al de una empresa comercial que, masivamente, atrae a sí y asume los riesgos inherentes a la organización y ejecución del servicio de caja, luego es en virtud de este principio de la responsabilidad de empresa, cuyos rasgos objetivos no pueden pasar desapercibidos, que el establecimiento bancario asumiendo una prestación tácita de garantía, responde por el pago de cheques objeto de falsificación, ello en el entendido, se repite, que es inherente a la circulación y uso de títulos bancarios de esta índole el peligro de falsificación y el costo económico de tener que pagarlos se compensa sin duda con el lucro que para los bancos reporta el cúmulo de operaciones que en este ámbito llevan a cabo» (CSJ SC, 24 oct. 1994, Rad. 4311).
Esto se traduce en que
«el régimen de responsabilidad de los Bancos por la defraudación con el uso de instrumentos espurios para disponer de los fondos depositados en cuentas, se ha fundado en vertientes de la teoría del riesgo: En una primera época, la del “riesgo creado” en virtud de la cual quien en desarrollo de una actividad genere un peligro o contingencia, debe indemnizar los perjuicios que de aquel deriven para terceros, con independencia de si ha actuado de manera diligente o culposa, o de si ha obtenido o un provecho; después se dio aplicación a la teoría del “riesgo provecho” que carga con la obligación resarcitoria a quien ejerza la actividad que genera un riesgo o peligro y, además, saca de la misma una utilidad o percibe lucro, sin que importe que su conducta haya sido diligente o imprudente; por último, se acudió a la teoría del “riesgo profesional” que es una derivación de la anterior, empleada también en otras áreas del derecho como, por ejemplo, en materia de accidentes y enfermedades laborales. En esta última, la obligación de asumir los riesgos inherentes al ejercicio de la actividad se basa en el profesionalismo que esta requiere.
Sobre el origen de los anteriores postulados, esta Sala explicó: “A fines del Siglo XIX, surgen las doctrinas del ‘riesgo profesional’ (risque professionnel, Raymond SALEILLES [1855-1912]), ‘riesgo creado’ (risque créé, Louis JOSSERRAND [1868-1941]), ‘riesgo beneficio’, ‘riesgo de empresa’ y postula la responsabilidad, no por culpa, sino por la asunción de una empresa o una actividad riesgosa en contraprestación al beneficio que de ella se recibe (ubi emolumentum ibi onus o ubi commoda ibi et incommoda o cuius commoda eius incommoda esse debet), bien por equidad, en tanto, el deber surgiría ex lege para quien genera el riesgo, dispone de una cosa, ejerce su gobierno o tiene su control” (CSJ SC, 24 Ago. 2009, Rad. 2001-01054-01)» (CSJ SC18614-2016, ya citada).
2.4. Del anterior compendio se sigue que el marco teórico empleado para explicar la responsabilidad del banco por el pago de cheques falsos o adulterados, no puede asimilarse con la regulación de la responsabilidad extranegocial derivada del ejercicio de actividades peligrosas, no solo porque el fundamento normativo de ambas es distinto, sino también porque un sector de la jurisprudencia considera que el artículo 2356 del Código Civil consagra un régimen de responsabilidad subjetivo o “por culpa”, lo que impide su filiación con la responsabilidad “por riesgo”, que busca precisamente obviar ese juicio de reproche.
Esta precisión es importante, no solo para deslindar las aplicaciones prácticas de la teoría del riesgo en Colombia, sino para relievar que –en opinión de la Corte– la actividad bancaria no puede calificarse de forma totalizadora como “peligrosa”, y por lo mismo, no resulta procedente construir una teoría general de la responsabilidad de las entidades financieras, valiéndose de sus similitudes, pero perdiendo de vista las divergencias fundamentales que pueden presentarse entre las tantas relaciones jurídicas que aquellas entablan con sus clientes y con terceros.
Es evidente que una es la situación del banco que permite el cobro de un cheque falsificado, con cargo a la cuenta corriente de uno de sus clientes, y otra muy distinta la de una sociedad fiduciaria que administra recursos y bienes afectos a un proyecto inmobiliario que, a la postre, no se entrega con los acabados que se convinieron, por citar solo dos ejemplos. Cada caso se disciplina por reglas muy específicas, por lo que resulta infructuoso intentar construir pautas jurisprudenciales uniformes para solucionarlos.
Por idéntico sendero, tampoco es apropiado sostener que siempre que se juzgue la responsabilidad de las entidades financieras debe prescindirse del juicio de reproche de su conducta, puesto que las actividades que estas desarrollan no admiten una cualificación común, ni existe un marco legal o jurisprudencial que permita sustraerlas por completo del régimen de responsabilidad por culpa, que constituye principio general de nuestro ordenamiento.
2.5. No obstante, en tratándose de la inobservancia de sus obligaciones como depositario (o como administrador sucedáneo de esos depósitos, que es lo que sucede en este caso), se justifica plenamente la aplicación de un régimen de responsabilidad objetivo en contra del ente bancario, aun cuando la infracción negocial no se materialice a través del pago de un cheque falsificado o adulterado.
En efecto, el precedente tiene decantado que la solidez de las operaciones de captación masiva de recursos del público entraña enorme trascendencia social, pues la confianza del depositante pende de la inquebrantable promesa de disponer de sus recursos cuando lo estime pertinente, o cuando acaezca el plazo prefijado, si se trata de depósitos a término fijo. Quien entrega al banco una suma de dinero a título de depósito, pues, entiende que esta queda a buen recaudo.
Precisamente para apuntalar la confianza de los cuentahabientes, el ordenamiento reclama que el ejercicio de la actividad bancaria atienda rigurosos parámetros de capital, apalancamiento, liquidez, gobierno corporativo, riesgo de crédito y composición patrimonial, por citar algunas variables, y que además cumpla altos estándares de seguridad en sus canales presenciales (oficinas, corresponsales) y no presenciales (banca móvil, cajeros automáticos, portales virtuales).
Estas imposiciones legales y reglamentarias, proporcionales a los enormes riesgos morales, operativos, de crédito, de seguridad, entre otros, que son connaturales al giro de los negocios bancarios, muestran que las entidades financieras asumen con la sociedad un compromiso de evitación de esas amenazas, de modo que serán aquellas quienes deban responder si estas se materializan, sin ninguna consideración adicional.
Y es que, en casos como este, la atribución de responsabilidad no puede depender de un juicio subjetivo de reproche. Si aun a pesar de la extrema probidad, diligencia y profesionalismo que es de esperar de un banco, los dineros depositados por sus clientes sufren mengua, no deben ser estos quienes soporten la pérdida, pues más allá de su esfera individual de influencia, carecen de las herramientas para enfrentar esa eventualidad.
El cuentahabiente no custodia el dinero depositado, ni participa de las decisiones operativas del banco. Además, no tiene acceso a la información necesaria para afrontar peligros como los anotados, ni le resulta económicamente razonable hacerlo, pues los costos de esa faena serán, casi invariablemente, superiores a la pérdida que pretende prevenir; en cambio, para el banco la situación es exactamente la opuesta, lo que justifica que sea él quien asuma el riesgo de su operación, de manera objetiva.
Mutatis mutandis, pueden aplicarse las razones que anotó Calabresi para objetivar el problema de la falsificación de cheques:
«Dejando de lado cualquier consideración acerca de cual sistema de asignación sirve mejor para disminuir el riesgo de falsificaciones, es difícil escapar a la conclusión a la que arribaron por la mayoría de los doctrinantes, de que, en general, el riesgo de falsificaciones deber ser ubicado sobre el banco (…). El argumento de la distribución del riesgo es obvio. El banco es la parte más enterada de los peligros de la falsificación. En lo que a él concierne, el daño adquiere una certeza casi matemática. Por lo tanto, es la parte que tiene más probabilidades de acceder a un seguro, y también es para quien el seguro es más barato. El banco se encuentra también en una posición crucial para distribuir el riesgo de manera sustancial, sino completa [«es decir, esparcir las pérdidas de las empresas a los consumidores y propietarios de los recursos»] (…). Claramente, entonces, si el banco soporta la pérdida, se minimiza el peligro de indeseables efectos secundarios»[9].
2.6. Ahora bien, si se analizan las cosas desde la óptica de la naturaleza de las prestaciones del banco, se arribaría a la misma conclusión. Nótese que, al celebrar el contrato de depósito en cuenta corriente o de ahorros –o de administración de estos–, el banco se obliga a permitir a sus clientes la disposición de los saldos depositados en esas cuentas, mediante el giro de cheques (en el caso de la cuenta corriente), retiros con tarjeta débito, transferencias electrónicas, entre otras posibilidades.
Todos esos canales transaccionales hacen necesario definir un protocolo de autenticación, que le permita al banco establecer, con certeza, el origen de cada orden impartida. Aunque esa carga no se encuentre consagrada en el derecho positivo, ni se incluya expresamente en los reglamentos respectivos, es connatural al negocio jurídico, al menos como se concibe hoy en día. Actualmente, sería inimaginable una relación banco-cuentahabiente en la que no fuera mandatorio «verificar la identidad [del] cliente, entidad o usuario», mediante «algo que se sabe [como las claves personales], algo que se tiene [como los tokens], algo que se es [la biometría]» (Circular Básica Jurídica, Parte I, Título II, Capítulo I, numeral 2.2.5.).
Cuando un tercero burla esos protocolos de autenticación, y –haciéndose pasar por el cuentahabiente– dispone por cualquier medio de los recursos depositados en cuentas de ahorros o corrientes, la obligación de verificación se incumple, pues la carga de que se viene hablando no puede entenderse satisfecha simplemente con los buenos oficios del banco, sino con la efectiva confirmación de la identidad de su cliente.
Acorde con la clasificación atribuida a Demogue[10], la prestación accesoria de la entidad financiera constituye un deber “de resultado”, no solo por la distribución del riesgo de la operación –tema sobre el que ya se detuvo la Corte–, sino también por las características especiales de la relación entre el consumidor financiero y la entidad donde tiene depositado sus recursos, que lleva ínsita la garantía de salvaguarda de los dineros captados del público.
En línea con lo explicado previamente, y con la naturaleza de ese tipo de prestaciones, la comentada inobservancia comprometerá la responsabilidad civil del banco, salvo que demuestre el acaecimiento de una causa extraña, que impida que el daño puede imputársele jurídicamente; es decir, la institución financiera no puede exonerarse del deber de indemnizar con la simple prueba de haber obrado de manera diligente.
2.7. Cabe formular una reflexión adicional. Si se miran bien las cosas, el cheque incluye mecanismos de autenticación, como las características del papel en el que está preimpreso, el número de serie y, por supuesto, la firma del librador. En consecuencia y dejando a salvo las hipótesis excepcionales que engloban los artículos 733[11] y 1391[12] del Código de Comercio, cuando se cobra un cheque falsificado o adulterado ha de admitirse que esas herramientas no cumplieron su propósito, lo cual constituye una infracción contractual del banco, que permite imputarle el menoscabo patrimonial sufrido por el cuentacorrentista.
Esa misma estructura puede replicarse en los demás supuestos de fraude bancario, pues realmente solo difieren en el canal transaccional utilizado para perpetrar la apropiación ilícita (y de los mecanismos de autenticación vulnerados). Por ende, también se justifica aplicar analógicamente el régimen de responsabilidad consagrado, de manera general, en el citado canon 1391, que es de naturaleza objetiva, y que, como ya se anotó, únicamente se desvirtúa acreditando que la pérdida no puede atribuirse jurídicamente al incumplimiento de la institución financiera.
2.8. Como colofón, resalta la Corte que prescindir de la calificación de la conducta de la entidad financiera no significa asumir una especie de responsabilidad automática suya, pues aun en los regímenes objetivos es necesario demostrar que el hecho dañoso es atribuible a la conducta del agente. Por ende, en casos como este el banco podrá exonerarse de la carga indemnizatoria que se le endilga, probando que las circunstancias que originaron el desmedro patrimonial (como la alteración de una orden de giro, en este caso) obedecieron a causas que no le son imputables.
Así ocurriría, por ejemplo, cuando el cuentahabiente pierde su tarjeta débito, y en ella tiene escrita su clave transaccional, facilitando que quien la encuentre realice un retiro a través de la red de cajeros automáticos. En esa hipótesis, los controles de autenticación dispuestos por el banco para el referido canal, consistentes en «algo que se tiene» (la tarjeta débito) y «algo que se sabe» (la clave numérica), habrían sido vulnerados por factores atribuibles al cuentahabiente, desde el punto de vista fáctico –pues fue él quien perdió la tarjeta y la clave– y jurídico –en tanto la custodia de esos elementos le correspondía–, lo que impide que surja para el banco cualquier carga de resarcimiento.
Ahora, si quien encontró el aludido plástico acude a una de las sucursales de la entidad financiera y realiza un retiro millonario, sucede que la materialización del ilícito contractual tendría como antecedente material conductas imputables a ambos extremos del contrato de depósito en cuenta corriente o de ahorros, porque a la pérdida de la tarjeta y la clave terminó sumándose la ausencia de protocolos de verificación de identidad, propios de los canales presenciales del banco.
Ante ese panorama, el fallador tendrá que sopesar la relevancia jurídica de esas causas, pudiendo concluir que: (i) ambos estipulantes contribuyeron al resultado dañino –de modo que sus efectos tendrían que ser distribuidos entre ellos, de manera proporcional a su cuota de participación en el evento–; o (ii) que solo uno de esos antecedentes fue determinante en la producción del daño, caso en el cual quien lo produjo habrá de asumir la pérdida íntegramente.
Vale la pena añadir que supuestos como los antes mencionados suelen catalogarse como “culpa exclusiva de la víctima” o “compensación de culpas”, según el caso, pero realmente no están vinculados con el fenómeno de la culpabilidad, sino con la atribución causal, como se explicó, a espacio, en el fallo CSJ SC2107-2018, 12 jun.:
«“(…) así se utilice la expresión ‘culpa de la víctima’ para designar el fenómeno en cuestión, en el análisis que al respecto se realice no se deben utilizar, de manera absoluta o indiscriminada, los criterios correspondientes al concepto técnico de culpa (…). Esta reflexión ha conducido a considerar, en acercamiento de las dos posturas, que la ‘culpa de la víctima’ corresponde –más precisamente– a un conjunto heterogéneo de supuestos de hecho, en los que se incluyen no sólo comportamientos culposos en sentido estricto, sino también actuaciones anómalas o irregulares del perjudicado que interfieren causalmente en la producción del daño (…)”[13].
Así, al proceder el análisis sobre la causa del daño, el juzgador debe establecer “mediante un cuidadoso estudio de las pruebas, la incidencia del comportamiento desplegado por cada [parte] alrededor de los hechos que constituyan causa de la reclamación pecuniaria”[14] (…). Sobre el asunto, afirmó esta Corte: “(…) [E]n tratándose de la concurrencia de causas que se produce cuando en el origen del perjuicio confluyen el hecho ilícito del ofensor y el obrar reprochable de la víctima, deviene fundamental establecer con exactitud la injerencia de este segundo factor en la producción del daño, habida cuenta que una investigación de esta índole viene impuesta por dos principios elementales de lógica jurídica que dominan esta materia, a saber: que cada quien debe soportar el daño en la medida en que ha contribuido a provocarlo, y que nadie debe cargar con la responsabilidad y el perjuicio ocasionado por otro (G. J. Tomos LXI, pág. 60, LXXVII, pág. 699, y CLXXXVIII, pág. 186, Primer Semestre). Por tanto, se itera, para declarar la concurrencia de consecuencias reparadoras, o de concausas, cuyo efecto práctico es la reducción de la indemnización en proporción a la participación de la víctima, su implicación deberá resultar influyente o destacada en la cadena causal antecedente del resultado lesivo».
En esos términos, entiéndase rectificada la postura que se expuso en sentencia CSJ SC1697-2019, 14 may.”
[1] CORTE SUPREMA DE JUSTICIA, SALA DE CASACIÓN CIVIL, LUIS ALONSO RICO PUERTA Magistrado ponente, SC5176-2020, Radicación n.° 11001-31-03-028-2006-00466-01, (Aprobado en sesión de quince de octubre de dos mil veinte), Bogotá, D.C., dieciocho (18) de diciembre de dos mil veinte (2020).