“PRINCIPIOS GENERALES DEL CALCULO DE PROBABILIDADES[1]
PRIMER PRINCIPIO
“El primer principio es la definición misma de probabilidad que, como hemos visto, es la razón entre el número de casos favorables y el de todos los casos posibles.”
SEGUNDO PRINCIPIO
“Pero esto supone que los distintos casos son igualmente posibles. Si no lo son, habrá que determinar primero sus posibilidades respectivas, cuya justa valoración constituye uno de los puntos más delicados de la teoría del azar. La probabilidad será entonces la suma de las posibilidades de cada caso favorable.”
TERCER PRINCIPIO
“Uno de los aspectos importantes de la Teoría de las Probabilidades, y el que a más ilusiones se presta, es la forma en que las probabilidades aumentan o disminuyen merced a sus combinaciones mutuas. Si los eventos son independientes unos de otros, la probabilidad de la existencia de su conjunto es el producto de sus probabilidades particulares. (…) En general, la probabilidad de que, dada las mismas circunstancias, un evento simple se repita un numero dado de veces es igual a la probabilidad de dicho evento simple elevada a la potencia indicada por dicho número. Así, como las potencias sucesivas de una fracción menor que la unidad disminuyen sin cesar, un evento que dependa de una serie de probabilidades muy grandes puede convertirse en muy poco verosímil. Supongamos que llega a nosotros un hecho transmitido por veinte testigos, de manera que el primero se lo ha transmitido al segundo, el segundo al tercero y así sucesivamente. Supongamos también que la probabilidad de cada testimonio es igual a 9/10: la del hecho falso será menor que 1/8, es decir, habrá más de siete posibilidades contra una que sea falso. Esta disminución de la probabilidad con lo que resulta más comparable es con la desaparición de la nitidez de los objetos por la interposición de varios trozos de vidrio; un número de trozos no demasiado elevado basta para impedir la vista de un objeto que uno solo permite percibir claramente. Los historiadores no parecen haber prestado suficiente atención a esta degradación de la probabilidad de los hechos cuando se los contempla a través de un gran número de generaciones sucesivas; muchos acontecimientos históricos, tenidos por ciertos, resultarían cuando menos dudosos, si se los sometiera a dicha prueba.
En las ciencias puramente matemáticas, las consecuencias más remotas participan de la certeza del principio del que derivan. En las aplicaciones del análisis a la física, las consecuencias tienen toda la certeza de los hechos o de las experiencias. Pero en las ciencias morales, en las que cada consecuencia solo se deduce de lo que la precede de manera verosímil, por probables que sean las deducciones, las posibilidades de error crecen con su número, llegando incluso, en el caso de las consecuencias más alejadas del principio, a sobrepasar la verdad.”
CUARTO PRINCIPIO
Cuando dos eventos dependen uno de otro, la probabilidad del evento compuesto es el producto de la probabilidad del primero por la probabilidad de que, habiendo sucedido este, tenga lugar el otro. Así, en el caso anterior de las tres urnas, A, B, C, dos de las cuales no tienen más que bolas blancas y una negra, la probabilidad de sacar una bola blanca de la urna C es de 2/3, puesto que de tres urnas, dos contienen sólo bolas de este color. Pero, una vez extraída una bola blanca de la urna C, como la incertidumbre relativa a aquella urna que no contiene más que bolas negras ya no afecta más que a las urnas A y B, la probabilidad de extraer una bola blanca de la urna B es 1/2, siendo por tanto producto de 2/3 por ½, es decir 1/3, la probabilidad de extraer a la vez de las urnas B y C dos bolas blancas.
Este ejemplo permite ver la influencia de los acontecimientos pasados en la probabilidad de los futuros. Pues la probabilidad de extraer una bola blanca de la urna B, que en un principio es de 2/3 se reduce a ½, una vez que se ha extraído una bola blanca de la urna C, y se transformará en certeza si se hubiera extraído una bola negra de la misma urna. Esta influencia se podrá determinar por medio del siguiente principio, que no es sino un corolario del anterior.”
QUINTO PRINCIPIO
“Si se calculan a priori la probabilidad de un evento acaecido y la probabilidad de un evento compuesto por este y de otro que se espera, la segunda probabilidad dividida por la primera constituirá la probabilidad del evento esperado, inferida de lo observado.
Se presenta aquí la cuestión, debatida por algunos filósofos, relativa a la influencia del pasado sobre la probabilidad del futuro. Supongamos que en el juego de cara o cruz, aparece cara más frecuentemente que cruz. Este solo hecho nos inducirá a creer que en la constitución de la moneda interviene una causante constante que la favorece. De igual modo, en la conducta de la vida, la dicha constante es una prueba de habilidad, la cual no puede menos de seleccionar, preferentemente a las personas felices. Pero si la inestabilidad de las circunstancias nos lleva incesantemente aun estado de incertidumbre absoluta; si, por ejemplo, en el juego de cara o cruz, uno cambia de moneda a cada jugada, el pasado no puede arrojar luz alguna sobre el futuro, y sería absurdo tenerlo en cuenta.
SEXTO PRINCIPIO
Cada una de las causas a la que puede atribuirse un acontecimiento observado se halla indicado con una verosimilitud tanto mayor cuanto más probable sea que ocurra el acontecimiento si se supone existente dicha causa. La probabilidad de la existencia de cualquiera de estas causas es, pues, una fracción cuyo numerador es la probabilidad del acontecimiento resultante de la causa en cuestión y cuyo denominador es la suma de las probabilidades semejantes relativas a todas las causas. Si estas distintas causas, consideradas a priori, son desigualmente probables, entonces, en lugar de la probabilidad del acontecimiento resultante de cada causa, debemos emplear el producto de dicha probabilidad por la de la causa misma. Este es el principio fundamental de la rama del análisis del azar que consiste en remontarse de los acontecimientos de las causas.
Este principio constituye el fundamento por el que los acontecimientos regulares se atribuyen a una causa concreta. Algunos filósofos han creído que estos acontecimientos son menos probables que los otros y que, por ejemplo, en el juego de cara o cruz, la combinación en la que sale cara veinte veces seguidas es menos fácil para la naturaleza que aquellas otras en que cara y cruz aparecen entremezcladas de forma irregular. Pero esta opinión supone que los acontecimientos pasados influyen en la posibilidad en los futuros, cosa que no es admisible. Las combinaciones regulares suceden más raramente únicamente porque son menos numerosas. Si buscamos una causa allí donde vemos simetría no es porque consideremos que un acontecimiento simétrico es menos probable que los demás, sino porque, como este acontecimiento tiene que ser el efecto o bien de una causa regular o bien del azar, la primera de estas suposiciones es más probable que la segunda. Vemos en una meza caracteres de imprenta dispuestos en este orden: Constantinopla, y concluimos que esta disposición no es efecto del azar, pero no porque sea menos probable que las otras, ya que si no se empleara esta palabra en ninguna lengua no lo supondríamos causa particular alguna, sino porque, al ser de uso corriente entre nosotros, es mucho más probable que una persona haya dispuesto así los caracteres anteriores que el que esta disposición sea debida al azar.
Es este el momento oportuno para definir el término extraordinario. Cuando pensamos, disponemos todos los acontecimientos posibles en diversas clases y consideramos extraordinarios a los de las clases que comprenden un número muy pequeño de ellos. Así, en el juego de cara o cruz la aparición de cara cien veces seguida nos parece algo extraordinario porque, de las dos clases de series en que se distribuye el numero casi infinito de combinaciones que pueden aparecer en cien jugadas — series regulares o en las que vemos que reina un orden fácil de captar y series irregulares — las últimas son mucho más numerosas. El que salga una bola blanca de una urna que de un millón de bolas sólo contiene una de ese color, siendo las demás negras, nos parece también extraordinario, porque sólo formamos dos clases de eventos relativos a los dos colores. Pero el que salga, por ejemplo, el número 79 de una urna que contiene un millón nos parece un acontecimiento ordinario, porque comparando los números entre sí individualmente, sin distribuirlos en clases, no tenemos ninguna razón para creer que saldrá uno de ellos antes que los otros.
La conclusión general que debemos extraer de lo que antecede es que cuanto más extraordinario es un hecho tanto más necesitado está de apoyarse en solidas pruebas, ya que el que los que lo atestiguan pueden engañar o haber sido engañados son dos causas tanto más probable cuanto menos lo sea la realidad del hecho. Aclaremos esto con un ejemplo.
Se ha extraído un número de una urna que encierra mil. Un testigo de la extracción anuncia que ha salido el numero 79; se desea conocer la probabilidad de que esto sea así. Supongamos que sabemos por experiencia que este testigo miente una de cada diez veces, de suerte que la probabilidad de su testimonio es de 9/10. Aquí, el evento observado es el testigo asegurando que ha salido el número 79. Este evento puede resultar de las dos hipótesis siguientes, a saber: que el testigo anuncie la verdad o que mienta. Según el principio que acabamos de exponer sobre la probabilidad de las causas, inferida de los acontecimientos, es preciso comenzar por determinar a priori la probabilidad del evento en cada una de las hipótesis. En la primera, la probabilidad de que el testigo anuncie el número 79 es la probabilidad misma de que salga dicho número. Es decir, 1/1.000. Es preciso multiplicara por la probabilidad 9/10 de la veracidad del testigo; tendremos entonces que la probabilidad del evento observad es, en esta hipótesis, 9/10.000. Si el testigo miente, no habrá salido el número 79, siendo la probabilidad de este caso 999/1.000. Pero, para anunciar la salida de este número, el testigo tiene que elegir entre los 999 números no salidos y, como se supone que no tiene ningún motivo de preferencia para elegir unos más que otros, la probabilidad de que elija el número 79 es 1/999; multiplicando esta probabilidad por la anterior, tendremos por tanto que la probabilidad de que el testigo anuncie el número 79 es, en la segunda hipótesis, 1/1.000. Hay que multiplicar además esta probabilidad por la probabilidad 1/10 de la hipótesis misma, lo que da 1/10.000 para la probabilidad del evento relativa a esta hipótesis. Si ahora, formamos una fracción cuyo numerador sea la probabilidad relativa a la primera hipótesis, y cuyo denominador, la suma de la probabilidades de la dos hipótesis, tendremos la probabilidad de la primera hipótesis, que será 9/10, es decir, la misma probabilidad de la veracidad del testigo. Esta es también la probabilidad de que salga el número 79. En cuanto a la probabilidad de que el testigo mienta y de que no salga este número, ésta será 1/10.
Si el testigo que pretende engañar tuviera algún interés en elegir el número 79 entre los números no salidos; si considerara, por ejemplo, que al haber sobre este número una apuesta considerable, el anuncio de su salida va aumentar su crédito, entonces la probabilidad de que elija este número no será ya, como antes, 1/999, sino que podrá ser de 1/2, 1/3, ETC., según el interés que tenga en anunciar su salida. Suponiendo que fuera de 1/9, habrá que multiplicar la probabilidad 999/1.000 por esta fracción, para tener, en la hipótesis de que mienta, la probabilidad del evento observado, que aún habrá que multiplicar por 1/10, lo que da 111/10.000 para la probabilidad del evento en la segunda hipótesis. Con lo que la probabilidad de la primera hipótesis, esto es, la de que salga el número 79, se reduce por la regla anterior a 9/120, viéndose por tanto considerablemente debilitada por la consideración del interés que el testigo pueda que el testigo pueda tener en anunciar la salida del número 79. El buen sentido nos dice que tal interés debe inspirar desconfianza, pero el cálculo permite evaluar con exactitud su influencia.
Supongamos ahora que urna contiene 999 bolas negras y una blanca y que, habiéndose extraído una bola, un testigo anuncia que esta bola es blanca. La probabilidad del evento observado, determinada a priori, en la primera hipótesis, será aquí, como en el caso anterior, igual a 9/10.000. Pero en la hipótesis de que el testigo mienta, la bola blanca no habrá salido, siendo la probabilidad de este caso de 999/1.000. Esta hay que multiplicarla por la probabilidad 1/10 de que exista engaño, lo que da como resultado 999/10.000 para la probabilidad del evento observado, relativa a la segunda hipótesis. Esta probabilidad no era más de 1/10.000 en el caso anterior; esta gran diferencia se debe a que, habiendo salido una bola negra, el testigo que pretende engañar no tiene posibilidades de elección entre las 999 bolas que no han salido para anunciar la salida de una bola blanca. Si formamos dos fracciones cuyos numeradores sean las posibilidades relativas a cada hipótesis y cuyo denominador común sea la suma de estas probabilidades, tendremos ahora 9/1.008 para la probabilidad de la primera hipótesis y de la salida de una bola blanca, y 999/1.008 para la probabilidad de la segunda hipótesis, y de la salida de una bola negra. Esta última probabilidad esta muy cerca de la certeza y se acercaría aún mucho más, convirtiéndose en 999.999/1.008, si la urna contuviera un millón de bolas de la que uno fuera blanca, en cuyo casa la salida de una bola blanca seria todavía mucho más extraordinaria. Vemos así que la probabilidad del engaño aumenta a medida que el hecho se va haciendo más extraordinario.
Hasta aquí hemos estado suponiendo que el testigo no se engañaba así mismo; pero si también admitimos la posibilidad de que él se engañe, el hecho extraordinario se hace más inverosímil aun. En este caso, en lugar de dos hipótesis, tendremos las cuatro siguientes, a saber: la de que el testigo ni engañe ni se engañe, la de que el testigo no engañe pero si se engañe, la de que engañe pero no se engañe y, por último, la de que engañe y se engañe. Determinando a priori en cada una de esas hipótesis la probabilidad del evento observado, por el principio sexto, nos encontramos con que la probabilidad de que el hecho atestiguado sea falso equivale a una fracción cuyo enumerador es el número de bolas negras de la una urna, multiplicado por las sumas de las probabilidades de que el testigo no engañe y se engañe o engañe y no se engañe, y cuyo denominador es el numerador incrementado con la suma de las probabilidades de que el testigo no se engañe y no engañe o de que engañe y se engañe a la vez. Vemos, pues, que si el número de bolas negras de la urna es muy grande, lo que hace extraordinaria la salida de la bola blanca, la probabilidad de que el hecho atestiguado no sea el caso se aproxima enormemente a la certeza.
Si extendemos esta consecuencia a todos los hechos extraordinarios, nos encontramos con que la probabilidad de error o de engaño del testigo resulta tanto mayor cuanto más extraordinario sea el hecho atestiguado. Algunos autores han mantenido lo contrario basándose en que, como la vista de un hecho extraordinario es completamente similar a la de uno ordinario, los mismo motivos deben inducirnos a creer igualmente al testigo, sea del tipo que sea el hecho que afirme. El simple buen sentido rechaza una afirmación tan extraña, pero el cálculo de probabilidades, además de confirmar la indicación del sentido común, aprecia la inverosimilitud de los testimonios sobre los hechos extraordinarios.
No prestaríamos nada de crédito al testimonio de un hombre que nos contara que, arrojando cien dados al aire, han caído todos sobre la misma cara. Si nosotros mismos hubiésemos sido espectadores de ese acontecimiento no creeríamos en nuestros propios ojos más que tras de haber examinado escrupulosamente todas las circunstancias con el fin de cerciorarnos de que no ha habido truco alguno. Pero después de este examen, no vacilaríamos en admitirlo, pese a su enorme verosimilitud, y a nadie se le ocurriría recurrir, para explicarlo, a una ilusión producida por una alteración de las leyes de la visión. La conclusión que debemos sacar de aquí es que la probabilidad de la constancia de las leyes de la naturaleza es para nosotros superior a la de que la cosa de que se trate no deba tener lugar, siendo infinitamente superior a la de los hechos históricos mejor verificados, esto nos permite calcular la inmensa fuerza que han de tener los testimonios necesarios para admitir su suspensión de las leyes naturaleza y lo muy equivocado que sería aplicar a este caso las reglas ordinarias de la crítica. Todos aquellos que, sin ofrecer esta gran cantidad de testimonios, apoyan lo que dicen con relatos de acontecimientos contrarios a estas leyes, merman, más que aumentar, la credibilidad que tratan de inspirar, pues en tal caso estos relatos hacen extraordinariamente probable el error o el engaño de quienes lo hacen. Pero lo que disminuye la credibilidad de los hombres instruidos suele aumentar la del vulgo, por las razones que antes hemos dado.
Hay cosas tan extraordinarias que no hay nada que pueda hacer vacilar su inverosimilitud. Sin embargo, el efecto causado por una opinión dominante puede llegar a debilitarla tanto que parezca inferior a la probabilidad de testimonios, y cuando esta opinión llega a cambiar, una narración absurda, unánimemente admitida en el siglo que la ha producido, no ofrece a los siguientes sino una nueva prueba de la enorme influencia de la opinión general en las mejores cabezas. Dos grandes hombre del siglo de Luis XVI, Racine y Pascal, son ejemplos palpables. Entristece ver con qué complacencia Racine, ese admirable pintor del corazón humano y el más perfecto poeta que ha habido nunca, narra como milagrosa la curación de la joven Perrier, sobrina de Pascal e interna de la abadía de Port-Royal; resulta penoso leer los argumentos con los que Pascal trata de demostrar que este milagro resultaba necesario para la religión en la medida en que servía para justificar la doctrina de las religiosas de esta abadía, entonces perseguidas por los jesuitas. La joven Perrier llevaba tres años y medio padeciendo una fistular lacrimal, cuanto tocó con su ojo enfermo una reliquia que se suponía que era una de las espinas de la corona del Salvador, creyéndose curada al instante. Algunos días más tarde, médicos y cirujanos confirmaron la curación y mantuvieron la tesis de que no habían desempeñado ningún papel en ella ni la naturaleza ni los medicamentos. Este acontecimiento sucedió en 1656, produciendo un gran alboroto, {todo Paris}, dice Racine, “se dirigió a Port Royal. La muchedumbre crecía de día en día Dios mismo parecía complacerse autorizando la devoción de las gentes, por la cantidad de milagros que se hicieron esta iglesias”. En esta época, los milagros y los sortilegios todavía no parecían inverosímiles y no se dudaba en atribuirles aquellas singularidades de la naturaleza que no se podían explicar de otra forma.
Este es el lugar idóneo para la discusión de un famoso argumento de Pascal que Craig, matemático inglés, ha reproducido dándole una forma geométrica. Ciertos testigos atestiguan que saben por la Divinidad que, si uno se conforma a una cosa como sea, vivirá no una ni dos, sino una infinidad de vidas dichosas. Por débil que sea la probabilidad de los testimonios, con tal de que no sea infinitamente pequeña, es evidente que la ventaja de aquellos que se conforman a la cosa prescrita es infinita, ya que es el producto de esta probabilidad por bien infinito; por consiguiente, uno no debe dudar en procurarse dicha venta.
Este argumento se basa en el número infinito de vidas dichosas prometidas en nombre la Divinidad por los testigos; habría que hacer lo que ellos prescriben precisamente porque exageran sus promesas más allá de todo limite, consecuencia esta que repugna al buen sentido. También el cálculo nos hace ver que esta exageración reduce incluso la probabilidad de su testimonio hasta el extremo de hacerla infinitamente pequeña o nula. En efecto, este caso viene a ser el de un testigo que anunciara la salida del número más elevado de una urna llena de una gran cantidad de números de los que sólo se ha extraído uno, y que tuviera un gran interés en anunciar la salida de dicho número. Antes hemos visto hasta qué punto este interés debilita su testimonio. No evaluando más que en 1/2 la probabilidad de que si el testigo miente, elegirá el número más elevado, el cálculo establece que la probabilidad de su declaración es igual a una fracción cuyo numerador es el doble de la probabilidad de su testimonio, considerada a priori o con independencia de su declaración, y cuyo denominador es el producto del número de números de la urna por la unidad menos esta última probabilidad. Para asimilar este caso al del argumento de Pascal, basta con representar mediante los números de la urna todos los números posibles de vidas dichosas, lo que hace infinito el número de tales números, y con observar que si los testigos mienten, para acreditar su engaño, ponen el mayor interés en prometer una dicha eterna. La expresión anterior de la probabilidad de un testimonio se convierte entonces en infinitamente pequeña. Multiplicándolo por el número infinito de vidas dichosas prometidas, el infinito desaparece del producto que expresa la ventaja resultante de esta promesa, lo que destruye el argumento de Pascal.
SEPTIMO PRINCIPIO
La probabilidad de un acontecimiento futuro es la suma de los productos de la probabilidad de cada causa, extraída de acontecimiento observado, por la probabilidad de que en, caso de que exista dicha causa, el acontecimiento futuro tenga lugar. El siguiente ejemplo aclarara este principio.
Imaginemos una urna que no contiene más que dos bolas, cada una de las cuales es blanca o negra. Se extrae una de estas dos bolas, volviendo a introducirla acto seguido en la urna para proceder a una nueva extracción. Supongamos que en las dos primeras extracciones se han sacado bolas blancas; la pregunta es qué probabilidades existe de sacar nuevamente una bola blanca en la tercera extracción.
No cabe hacer aquí más que dos hipótesis: o una de las bolas es blanca y la otra negra, o las dos son blancas. En la primera hipótesis, la probabilidad del acontecimiento observado es 1/4; en la segunda es la unidad, es decir, la certeza. Así, si consideramos estas hipótesis como causas, sus probabilidades respectivas serán, de acuerdo con el sexto principio, 1/5 y 4/5. Ahora bien, si se cumple la primera hipótesis, la probabilidad de obtener una bola blanca en la tercera extracción es de 1/2; si la segunda, es igual a la unidad; multiplicando estas probabilidades de sacar una bola blanca en la tercera extracción será la suma de estos productos, esto es, 9/10.
Cuando la probabilidad de un acontecimiento simple resulta desconocida, se le puede asignar igualmente todos los valores desde el cero hasta el punto. La probabilidad de cada una de sus hipótesis, extraída del acontecimiento observado, es, por el sexto principio, una fracción cuyo numerador es la probabilidad del acontecimiento en estas hipótesis y cuyo denominador es la suma de las probabilidades semejantes relativas a todas las hipótesis. Así, la probabilidad de que la posibilidad del acontecimiento esté comprendida dentro de los límites dados en la suma de las fracciones comprendidas dentro de dichos límites. Si se multiplica cada fracción por la probabilidad del acontecimiento futuro, determinada en la hipótesis correspondiente, entonces, por el séptimo principio, la suma de los productos relativos, a todas las hipótesis será la probabilidad del acontecimiento futuro, extraída del acontecimiento observado. Resulta así que, si un acontecimiento se repite una y otra vez un número cualquiera de veces, la probabilidad de que vuelva a repetirse la vez siguiente es igual a dicho número incrementado en una unidad, divido por el mismo número incrementado en dos unidades. Haciendo remontar, por ejemplo, la época más antigua de la historia a cinco mil años, esto es, a 1.826.213 días, y habiendo salido el sol ininterrumpidamente durante este intervalo cada revolución de veinticuatro horas, se puede apostar 1.826.214 contra uno a que saldrá también mañana. No obstante, este número es incomparablemente mayor para quien, conociendo por el conjunto de los fenómenos el principio regulador de los días y de las estaciones, sepa que no hay nada que pueda detener su curso en el proceso actual.
En su Aritmética política, Buffon calcula de distinta manera la probabilidad anterior. Él supone que sólo difiere de la unidad en una fracción cuyo numerador es la unidad y cuyo denominador es el número dos elevado a una potencia cuyo exponente es igual al número de días transcurridos desde dicha época. Pero este ilustre escritor no conocía la forma exacta de remontarse de los acontecimientos pasados a la probabilidad de las causas y de los acontecimientos futuros.
DE LA ESPERANZA
La probabilidad de los acontecimientos sirve para determinar la esperanza o el temor de las personas interesadas en su existencia. La palabra esperanza tiene diversas acepciones: en general expresa la ventaja del que espera un bien cualquiera dentro de suposiciones que son sólo probables. En la teoría del azar, esta ventaja es el producto de la suma esperada por la probabilidad de obtenerla: es la suma parcial que ha de ser restituida, cuando no se quieren correr los riesgos del evento, suponiendo que el reparto se haga proporcionalmente a las posibilidades. Este reparto, hecha abstracción de todas las circunstancias extrañas, es el único equitativo, ya que con igual grado de posibilidad se tiene un derecho igual sobre la suma esperada. Llamaremos a esta ventaja esperanza matemática.
OCTAVO PRINCIPIO
Cuando esta ventaja depende de varios acontecimientos se la obtiene tomando la suma de los productos de la probabilidad de cada acontecimiento por el bien que se confiere a su acaecimiento.
Apliquemos este principio a algunos ejemplos. Supongamos que en el juego de cara o cruz, Pablo recibe dos francos si saca cara en la primera jugada y cinco si no la saca hasta la segunda. Multiplicando dos francos por la probabilidad 1/2 del primer caso y cinco francos por la probabilidad 1/4 del segundo, tenemos que la ventaja de Pablo será la suma de los productos, esto es, dos francos y cuarto. Este es la suma que debe darle por adelantado a quien le procura esa ventaja, pues, a efectos de la equitatividad del juego. Lo que se pone ha de ser igual a la ventaja que produce.
Si Pablo recibe dos francos si saca cara en la primera jugada y cinco por sacarla en la segunda, la haya sacado o no en la primera, es preciso distinguir entonces cuatro casos, a saber, cara en la primera y en la segunda jugadas, cara en la primera y cruz en la segunda, cruz en la primera y cara en la segunda y, por último, cruz en las dos. Pablo recibe siete francos en el primer caso, dos en el segundo, cinco en el tercero y nada en el cuarto. La probabilidad de cada uno de estos casos es ¼; multiplicando, pues, por 1/4 la suma correspondiente a cada caso, y añadiéndole estos productos, tenemos entonces que la ventaja de Pablo, y, por consiguiente, lo que tendrá que poner en el juego, serán tres francos y medio.
NOVENO PRINCIPIO
En una serie de acontecimientos probables, de los cuales unos producen un beneficio y otros una perdida, se obtendrá la ventaja resultante sumando los productos de la probabilidad de cada acontecimiento favorable por el beneficio que produce y restando de esta suma la de los productos de la probabilidad de cada acontecimiento desfavorable por la pérdida asignada a él. Si la segunda suma supera a la primera, el beneficio se convierte en perdida y la esperanza se transforma en temor.
En la vida diaria se debe hacer siempre todo lo posible por igualar al menos el producto del bien que se espera por su probabilidad con el producto semejante relativo a la perdida. Pero, para lograrlo, es preciso evaluar con toda exactitud las ventajas, las pérdidas, así como de sus posibilidades respectivas, para lo cual se precisan una gran ecuanimidad, un tacto delicado y una gran experiencia: hace falta saber librarse de los prejuicios, de las ilusiones del miedo y de la esperanza, y de esas falsas ideas de suerte y felicidad de las que la mayor parte de los hombre nutren su amor propio.
Los geómetras se han ocupado mucho de la aplicación de los anteriores principios al problema siguiente:
Pablo juega a cara o cruz con la condición de recibir dos francos si saca cara en la primera jugada, cuatro si no la saca hasta la segunda, ocho sino la saca hasta la tercera y así sucesivamente. Por el octavo principio, su apuesta ha de ser igual al número de jugadas, de suerte de que si la partida prosigue hasta el infinito, su apuesta ha de ser infinita. Sin embargo, ningún hombre razonable estaría dispuesto a exponer en un juego así ni siquiera una suma razonable, como, por ejemplo, cincuenta francos. ¿De dónde proviene esta diferencia entre el resultado del cálculo y lo que dice el sentido común? En seguida se vio que provenía del hecho de que la ventaja moral que un bien nos procura no es proporcional ha dicho bien, sino que depende de mil circunstancias generalmente muy difíciles de definir, de las que la mas general e importante es la fortuna. En efecto, es evidente que un franco tiene mucho más valor para el que sólo tiene cien que para e millonario. En el beneficio esperado es preciso distinguir, pues, entre su valor absoluto y su valor relativo. Este se rige por los motivos que lo hacen deseable, en tanto que el primero es independiente de ellos. No se puede dar un principio general para evaluar este valor relativo. Sin embargo, Daniel Bernoulli ha propuesto uno que puede servir en muchos casos.
DECIMO PRINCIPIO
Es el siguiente: el valor relativo de una suma infinitamente pequeña es igual valor absoluto dividido por el bien total de la persona interesada. Esto supone que todo hombre posee un cierto bien cuyo valor nunca puede suponerse nulo. En efecto, aquel que no posee nada confiere a su existencia un valor por lo menos equivalente a lo que le es absolutamente necesario para vivir.
Si se aplica al análisis el principio que acabamos de exponer se obtiene la regla siguiente:
Designando mediante la unida la parte de la fortuna de un individuo independiente de sus expectativas, si se determinan los distintos valores que esa fortuna puede recibir en virtud de esas expectativas y sus posibilidades. El producto de tales valores elevados a las potencias indicadas por tales probabilidades será la fortuna física que le proporcionaría a dicho individuo la misma ventaja moral que recibe de la parte de su fortuna tomada como unidad y de sus expectativas; restando de esa producto la unidad, la diferencia será el incremento de la fortuna física debido a las expectativas; denominaremos a este incremento esperan moral. No es difícil ver que, cuando la fortuna tomada como unidad resulta infinita con respecto a las variaciones que producen en ella las expectativas, esta esperanza moral coincide con la matemática, mientras que cuando dichas variaciones constituyen una parte apreciable de dicha unidad, las dos esperanzas pueden diferir considerablemente entre sí.
Esta regla lleva a resultados que concuerdan con las indicaciones del sentido común, las cuales pueden ser apreciadas con alguna exactitud con ayuda de este medio. Así, por ejemplo, en el problema anterior nos encontramos con que no es razonable que Pablo apueste más de nueve francos, si su fortuna asciende a doscientos. Esta regla lleva también a repartir el riesgo entre diversas partes de un bien en expectativa, en lugar de exponerlo enteramente al mismo riesgo. Así mismo de ella resulta que hasta en el juego más equitativo, la pérdida es siempre relativamente mayor que la ganancia, pues el producto de la fortuna tomada como unidad, incrementada con la ganancia y elevada a una potencia igual a la probabilidad de ganar, por dicha unidad menos la pérdida y elevada a una potencia igual a la probabilidad de dicha perdida, es siempre menor que la fortuna del juzgador antes de su apuesta. Suponiendo, por ejemplo, que esta fortuna fuera de cien francos y que el jugador apostara cincuenta al juego de cara o cruz, su fortuna después de la apuesta podría ser, en virtud de su expectativa, o de ciento cincuenta francos o tan sólo de cincuenta, siendo 1/2 la probabilidad de cada de estos dos casos; por la regla anterior, esto quiere decir que esta fortuna es igual a la raíz cuadrada del producto de ciento cincuenta por cincuenta, con lo que se reduce a ochenta y siete francos, suma ésta que proporcionaría al jugador la misma ventaja moral que el estado de su fortuna después de la apuesta. El juego es, por tanto desventajoso, incluso en el caso en que la apuesta sea igual al producto de la suma esperada por su probabilidad. Se puede juzgar por este dato la inmoralidad de los juegos en lo que la suma esperada esté por debajo de tal producto. Si subsiste es sólo debido a los falsos razonamientos y a la codicia que fomenta, los cuales, al llevar a la gente a sacrificar lo necesario en aras de quiméricas esperanzas cuya inverosimilitud no está en condiciones de apreciar, constituyen las fuentes de una infinidad de males.” Los resaltados en negrilla no son del texto.
[1] Tomado del libro Y DIOS CREÓ LOS NUMEROS – Edición comentada por Stephen Hawking.
NOTA: Lo resaltado en negrilla no es del texto, sino del suscrito.